por Emilio Gil Moya
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Pese al tráfico, la destreza de Pedro se hizo notar y con más de veinte minutos de tiempo estaba accionando el tormo de la puerta 16. Subió, como siempre, los escalones de dos en dos y recorrió de memoria el tramo que le separaba de su localidad. Sacó la cartera para guardar el carnet y las vio. Envejecidas por el tiempo, allí estaban. Desde aquel día las había llevado siempre encima. Mientras los recuerdos se agolpaban, los altavoces trataban de dar color a las gradas:
“Mil banderas ondearan, en las torres del Pilar….”
No lo pudo evitar. Los ojos se le humedecieron y la tristeza creó un halo que le aisló de todo
cuanto le rodeaba. Y recordó…
- Papá, si llegamos a la final nos vamos a París. Quien sabe cuándo veremos otra igual.
Acababa de finalizar el partido de vuelta de la primera ronda y el contundente cuatro a cero con el que habían eliminado al Gloria Bistrita provocó en Pascual una euforia desmesurada. Había disfrutado del partido más que en cualquier otra ocasión. Sin saber explicarlo, algo había en los ojos de aquel entrenador novato que le había encandilado. Pero sobre todo, había visto a su padre. Durante todo el partido no había dejado de observarle. Sentado en su lado favorito del sofá, se había tapado con aquella manta de cuadros que mamá trataba siempre de tener perfectamente doblada. Las manos, curtidas por años de volante y sacrificios, se movían sin parar en busca de una aceituna o un sorbo de esa Garnacha de Campo de Borja que le encantaba, mientras Poyet anotaba su segundo gol particular de la noche. Aquel día había visto el brillo en sus ojos. Le había visto disfrutar y hasta abrazar a su madre cuando uno de sus paseos por el comedor había coincidido con el gol de Pardeza. – ¡tan pequeño y como corre! – había dicho ella. Y pensó que se lo merecía. El y toda su generación. Una generación sin oportunidades, luchadora, que había sabido dar a los suyos todo lo que a ellos la vida les había negado. Su padre le miró con cara extraña, sorprendido.
-Hijo! no sueñes despierto. Ni llegaremos a la final ni podríamos ir. ¿Cómo vamos a ir a París, si no tenemos una perra?-. Y, ¿cómo ibas a convencer a tu madre?
Pero Pascual pudo adivinar, a través de aquellos ojos gastados por la vida, una chispa de ilusión que no pudo ocultar.
-Bueno, ya veremos- dijo Pascual, zanjando la conversación. Pero sus pensamientos continuaron dándole vueltas al tema.
Se acercaba la navidad y en el hospital habían repartido ya los días de fiesta. A pesar de estar ya en el cuarto año de residencia no pudo evitar tener que trabajar todos los días de fiesta. Pero no le importó demasiado. Tendría un dinero extra para París. Habían pasado casi dos meses pero la idea todavía le rondaba por la cabeza. En eso tenía sus pensamientos cuando, desde el control, le anunciaron que tenía una llamada.
‐ Mamá? ¿Qué pasa? – había notado algo extraño en su tono de voz.
‐ Hijo, tu padre no se encuentra bien. Hoy no se ha querido levantar de la cama. No se…
‐ No te preocupes, mamá. En cuanto termine voy directamente a casa. No será nada, ya verás.
Una semana después, los resultados de la analítica fueron concluyentes. Cáncer de próstata. Pero el especialista era optimista. Un tratamiento hormonal para reducir los niveles de PSA y visita para dentro de dos meses.
Aquel segundo día del mes de marzo fue inolvidable. Por la mañana acudieron a la cita con el oncólogo y las noticias no pudieron ser mejores. Los niveles estaban controlados y el tumor parecía que remitía. Pascual decidió que había que celebrarlo. La comida en La Matilde fue de esas que no se olvidan. Lástima que el final del día no acompañó. El Real Zaragoza perdía con el Feyenoord en Rotterdam, pero el exiguo gol de desventaja permitía seguir soñando. Y París seguía en la mente de Pascual.
‐ ¿Cómo te encuentras, papá? ¿Listo para la remontada?
Pascual acababa de llegar casa, justo a tiempo para ver el partido. Su padre, como siempre envuelto en la manta de cuadros, miraba atentamente la pantalla. La enfermedad, a pesar de la opinión del oncólogo y de los resultados de los diferentes análisis, parecía avanzar sin remedio. Remedió que llegó en forma de goles. Dos, como dos soles, de Pardeza y de Esnaider. Su padre parecía otro. No había dolor ni tristeza en su cara. Al acabar el partido, se levantó del sofá con una energía inusitada y, camino del lavabo le gritó:
‐ Pascual, ¿sigue en pie lo de París? Igual tienes razón y somos capaces de llegar…
La euforia se extendía por la ciudad, y también por casa de Pascual. El tumor parecía remitir. Los análisis de abril fueron alentadores. Más que el sorteo, que nos deparó un duro hueso de roer. El Chelsea eran ya palabras mayores.
‐ Si yo puedo con el cáncer, estos podrán con el Chelsea – le dijo su padre aquella tarde.
Pascual hacía días que observaba la actitud de su padre. Taciturno antes de las visitas al Servet, esperanzado tras los sorteos, eufórico tras las victorias. Pero había algo que le preocupaba. Y su madre se daba perfecta cuenta.
‐ Hijo, dime la verdad. Tú eres médico.
No había más que una verdad. El futbol, su Real Zaragoza, provocaba milagros. Conocía perfectamente la gravedad de la enfermedad, y sin embargo no alcanzaba a comprender como su padre era capaz de mantenerse en ese estado de forma. No, a menos que….
‐ ¡Tres a cero! En mi vida había visto algo así. Tengo unas ganas locas de vivir, de gritar dijo mientras hacía ademán de abrir la ventana y compartir la alegría con todo el barrio. Esnaider acababa de marcar el tercero y La Romareda parecía venirse abajo.
‐ Estáis tontos – dijo su madre. Al final os vais a llevar una decepción.
Su madre se equivocó. Pero solo en parte. No hubo decepción quince días después, aunque sí mucho sufrimiento. Aquel gol de Aragón, al empezar la segunda mitad, tuvo un efecto impresionante en las almas de todos los zaragocistas. También en la de su padre. Fueron más de treinta minutos intensos que al final se tradujeron en abrazos, lágrimas… y sorpresas.
‐ Pascual, ¡quiero ir a París! No sé cuánto me queda de vida. Pero seguro que no tengo otra
oportunidad como esta.
Desde la cocina llegaban, entrecortados, los sollozos de su madre. Su padre estaba tan eufórico que no los apreció, pero a Pascual se le derrumbó el mundo por un instante. Luego, como empujado por una fuerza interior, se levantó del sofá, abrazó a su padre y le dijo:
‐ Papá, ¡nos vamos a París!
Las gestiones fueron más complicadas de lo esperado. Pascual no quería viajar en autocar con su padre. El dinero de las guardias de navidad le permitía comprar billetes de avión y reservar un hotel decente para poder hacer el viaje de forma relajada. Así que echó mano de sus amistades y consiguió un par de entradas adquiridas directamente en París. Estarían en la zona central, en lo que llamaban zona neutral, frente a la tribuna principal. Mejor. Temía las aglomeraciones dadas las circunstancias.
Sin embargo, aquel mes de mayo no pudo empezar peor. Los resultados de la analítica fueron demoledores. Aparentemente, su padre no se encontraba peor pero, dadas las circunstancias, los médicos decidieron ingresarlo. Aquello les desmoronó por completo.
‐ ¡Ahora que tenéis las entradas, no vas a reblar! – le dijo su madre colocándole bien las sábanas, doblando de forma perfecta el embozo con el símbolo de la Seguridad Social.
Pascual sabía que nunca irían a París. La fecha se acercaba y la situación de su padre empeoraba por momentos. Lo veía escuchando atentamente los programas deportivos, con la mirada perdida hacia la ventana, desde donde podía ver la grada de Jerusalén.
La vida es cruel. Pascual cambió su billete de avión por uno para la línea 40. Subió los cinco pisos con una tristeza que le impedía respirar. Y al llegar a la habitación, descargó esa pesada carga en el pasillo y entró con la misma sonrisa que su madre contaba tenía cuando niño.
‐ Aquí estoy papá ¡ ¿Listo? No vamos a París, pero vamos a ganar. Te lo prometo.
Y empezó el partido de su vida. El partido de sus vidas. Su padre incorporado apoyándose en la almohada. Su madre en una silla junto a la cabecera intentando ver la tele pero mirando con pena a su marido. Pascual a la derecha de su padre, sentado en la cama. Cada jugada un apretón de manos. Cada ocasión un salto. El gol de Esnaider paralizó la quinta planta. Su padre, sin voz, intentó cantarlo sin éxito. Al poco, el empate los dejó sin esperanza. Su madre se enjugaba las lágrimas con disimulo. No por el futbol.
Y llegó la prórroga. Ahora Pascual había cogido las manos de su padre.
‐ ¡Esto se acaba, hijo! – dijo con un hilo de voz entrecortado.
Y de repente el milagro. Las manos curtidas recuperan la fuerza. Aprietan como antes más aquellas manos de niño frente al colegio. El balón sube, y sube. El portero retrocede mas no llega. Y Nayim se vuelve loco. Y todos con él. De repente, las manos flaquean, se rinden. Pascual mira a su madre. Con miedo vuelven la mirada. Allí está su padre, la cabeza apoyada en la almohada, los ojos cerrados y una sensación de felicidad en el rostro imposible de olvidar. Final del partido.
El pitido inicial del árbitro le devuelve a la realidad. Intenta mirar hacia el césped pero las lágrimas le impiden siquiera reconocer a los jugadores. Echa mano al bolsillo trasero y se guarda la cartera. Y mientras tanto suenan todavía por megafonía las últimas estrofas:
“…cuando muera que así pinten mi ataúd”.
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