Por: Alfredo Relaño
09 de junio de 2013
.Vicente Gil era en los años sesenta el médico de cabecera de Franco, y al mismo tiempo el presidente de la Federación Española de Boxeo. Un par de veces le comentó Franco su extrañeza por que no saliera ningún nuevo Paulino Uzcudun (célebre peso pesado de la preguerra, vasco, natural de Régil). La segunda vez, acabó por entender que en realidad su ilustre paciente le estaba dando una orden. Se puso a pensar y decidió enviar en busca de algún forzudo vasco, un levantador de piedras. Quizá, enseñándole poco a poco la técnica del boxeo, y desde la base de su fortaleza natural, se pudiera conseguir otro Uzcudun.
El mejor, el más célebre, se llamaba (se llama aún) José Antonio Lopetegui Aranguren, aunque en el ambiente era conocido por el apodo de Aguerre II, heredado de su padre, como heredó el negocio del mismo nombre, una sidrería en Asteasu, Gipuzkoa. Uno de esos sencillos y desengañados asadores del País Vasco, de bancos de madera y gloriosa comida: ensaladas, espárragos, pescado del día y carne superior. Allí se presentó, en un día de principios de 1968, Miguel Almazor, el enviado de Vicente Gil. Le hizo la propuesta:
—Te enseñaremos a boxear, ganarás mucho dinero. Te apoyaremos, el Caudillo está interesado en esto. Saldrás en la prensa, te televisarán los combates, serás famoso.
Pero Lopetegui, por cierto, padre del actual seleccionador de la sub-21, dijo que no quería líos. Quería su asador, su familia, sus paisajes, sus partidas con los amigos, su mundo. No se le había perdido nada fuera de ahí. Y no hubo manera de convencerle.
Almazor fue entonces por una segunda opción, otro forzudo, José Manuel Ibar Aspiazu, también con apodo: Urtain, el nombre del caserío familiar, en Cestona. Un caserío heredado de su padre, que éste a su vez había heredado de su padre adoptivo, que le sacó de la inclusa. Ahí había sido feliz Urtain padre, con nueve hijos, hasta que murió por una apuesta sobre si aguantaba o no, tumbado en el suelo y boca arriba, el impacto de un grandullón que saltara sobre él, con los pies sobre el abdomen, desde la barra del bar. Así se las gastaba aquella gente. Y ahí, en el mismo caserío, estaba criando Urtain hijo a los tres chiquillos que ya tenía con su mujer, Cecilia Urbieta, nacida en un caserío próximo, y con la que se casó tras seis años de noviazgo. Y allí pensaba criar a todos a los que Dios mandara.
Urtain escuchó a Almazor con más interés:
—Te enseñaremos a boxear, ganarás mucho dinero. Te apoyaremos, el Caudillo está interesado en esto. Saldrás en la prensa, te televisarán los combates, serás famoso.
Urtain no tenía miedo a nada. Era más revoltoso que Lopetegui. Ya lo había demostrado cuando con 11 años se había escapado de un internado de Tudela para regresar a casa. Dijo que sí, a pesar de las reservas de su mujer.
Y empezó el torbellino. Tras unas cuantas instrucciones en el gimnasio del Hotel Orly, en San Sebastián, se presentó en Villafranca de Ordicia ante un buen tipo de Castro Urdiales llamado Gómez, pero al que se presentó como Tony Rodri. Para entonces, la leyenda del forzudo que iba ser el nuevo Paulino Uzcudun, se había hecho correr con habilidad y la plaza de toros estaba de bote en bote. Incluso acudieron un par de críticos notables de la prensa nacional. Por supuesto, Urtain ganó en un visto y no visto. Y a eso sucedió una racha impresionante de victorias en el primer asalto, excepcionalmente en el segundo, contra rivales desconocidos a los que se inventaba un pasado. El tercer combate ya fue en París, en un infecto tugurio de Montmartre. Pero la foto de Urtain y su séquito saliendo de una boca de metro de París con chapelas como paelleras se hizo célebre. España entera empezó a hablar de él. Unos decían que era un gran exponente de la raza vasca, otros que todo era un fraude ante una sucesión de paquetes. Él encadenó victorias, cada vez en escenarios mayores, y se instaló en Madrid.
En uno de sus viajes de regreso al País Vasco, fue con unos amigos a la sidrería de Lopetegui. Demasiado alegre, quiso propasarse con la mujer de éste. Lopetegui padre dejó el fogón, lo levantó en vilo y lo lanzó por la ventana de atrás a la carbonera.
Llegó la prueba mayor cuando fue nombrado aspirante al título de Europa de los pesos pesados, antes incluso de hacer el de España. El rival era Peter Weiland, un alemán gordo y calvo que al poner pie en Barajas dijo algo infamante:
—Las piedras que levanta Urtain yo se las tiro a los pajaritos.
¡La que se armó! Toda la tribu se indignó y nadie faltó ante el televisor. Urtain se batió como un jabato, con su estilo torpe y desmañado, parándolas con la cara pero sacudiendo mazazos, y ganó por K.O. en el séptimo. ¡Gloria! AS alcanzó un récord nacional de ventas que no se batiría hasta el 12-1 de Malta.
Arrancaban los 70 y todo era Urtain esos días en España. Summers rodó una película que merece la pena buscar: Urtain, el Rey de la Selva… o así. Se llamó un urtain a un plato muy bruto y muy macho, consistente en una base de patatas fritas sobre la que iba un churrasco y, encima, dos huevos fritos. Durante un tiempo no hubo español más popular, ni El Cordobés siquiera. El morrosko de Cestona era su apodo oficial. El morrosko hizo cuatro peleas más por el título de Europa, de las que ganó dos y perdió dos. El 70 y el 71 fueron sus grandes años. Luego empezó el viaje de vuelta.
Y fue penoso. Golpeado, lento, bajó del Olimpo a hacer peleas menores que dejaron de interesar. Perdió su familia, aunque creó otra nueva en Madrid, que consolidaría más adelante cuando llegó el divorcio. El celebérrimo José María García, que desde el diario Pueblo había contribuido a agitar el fenómeno, se cayó entonces del caballo y escribió un libro, Comedia Urtain, vendidísimo, en el que denunciaba toda la fastrupia.
Más tarde, Urtain intentó rascar algo de dinero en la lucha libre, ya convertido un poco en atracción de feria. Fue a trabajar al restaurante de su hermano Eusebio, como relaciones públicas. Aquello le interesó y montó un restaurante y una cafetería con los ahorros que le quedaban, pero no funcionó. Tuvo que traspasarlos, aunque en algunas épocas quedó contratado por el nuevo dueño como reclamo del local, que aún conservaba el nombre de Urtain. El último de ellos, en la calle Fermín Caballero, en un barrio modesto de Madrid.
A tres manzanas tenía su casa, en un octavo piso. Un mal día se tiró por la ventana y se estampó en la acera. Era julio de 1992. Tenía 49 años. De su segunda mujer había tenido dos hijos.
José Antonio Lopetegui sigue disfrutando, a sus 84 años, de su sidrería, sus amigos, sus partidas y sus atardeceres. Y todavía nadie ha batido su viejo récord de 22 levantadas en un minuto de la piedra cilíndrica.
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