Este verano han pasado cosas muy importantes. Me redujeron la jornada laboral
por los recortes y me veo obligado a vivir con quinientos euros al mes. Me dejó
por teléfono mi novia, de la que estaba profunda y absurdamente enamorado.
Intenté hacer salmorejo, por primera vez en mi vida, con un resultado que quedó
más cerca de Saw V que de Master Chef. Y, sobre todo, leí
Trainspotting, Porno y Cola
de Irvine Welsh. Por eso cuando busqué un billete barato para
salir unos días de este país que, gracias a la inutilidad y a la poca vergüenza,
parece un queso emmental; no dudé en elegir Edimburgo para
pasar mis vacaciones al tímido sol escocés.
Los personajes de Welsh se mueven cómodamente entre las pocas cosas que en
esta vida tienen importancia: alcohol, sexo y fútbol. Edimburgo
es el álbum infantil donde pegar los cromos. En Edimburgo conviven a gritos,
como una pareja que hace tiempo que no se quiere, dos equipos: Heart
of Midlothian e Hibernian
FC. No hace falta leer demasiado una de las novelas que nombro para
saber con cuál de los dos hay que ir. Si algo nos ha enseñado el fútbol es que,
puestos a jugar a esa estupidez de ser de un equipo de forma artificial, es
decir, no con el corazón sino con el cerebro, lo mejor es elegir el más
lamentable. No es lo mismo ser del United
que del City.
Ser de los primeros es vivir en el éxito, ser de los segundos es ser un tierno
outsider. No es lo mismo ser del Bayern
Munich que del St.
Pauli. Ser de los primeros es aplaudir el poder del dinero y ser
del segundo es presumir de alternativo progresista. En los dos equipos de
Edimburgo la diferencia está menos clara: los dos son equipos
perdedores. Pero el Hibernian, quizá, está un peldaño más abajo en esa escalera
húmeda y apestosa que es el fútbol escocés.
Hibernian es el equipo de los de Leith. Leith es el barrio
donde Renton, Sick Boy, Spud y compañía se chutaban en Trainspotting.
También donde el pobre Gally, el íntegro Birrell, el salido de Juice Terry y el
atormentado Carl pasaron su infancia. Leith está al norte de la ciudad, lamido
por el mar. El puerto abandonado por el progreso. Cuando estuve allí elegí un
día lluvioso para subir a Leith Walk. Me levanté temprano. Di
los buenos días a los indios con los que compartía habitación en el hostal en
Cowgate. Y caminé abriendo el mapa bajo los soportales para no
perderme. Fue un camino extraño. Vi un coche arder, me pareció parte de una
novela. Cuando llegué a Great Junction Street
pensé en los personajes que me habían acompañado durante los meses de lectura.
Pensé que no estaría mal vivir allí. Busqué una tienda donde comprarme una
camiseta, una bufanda o alguna bobada de los Hibs. No
encontré nada. Los restaurantes hindúes copaban la calle. Tomé un café en un
sitio extraño. Me atendió una chica. “¿español, no?”. Me reconoció por mi patoso
inglés. Hablamos un poco bajo la atenta mirada de su jefe chino. Ella era de
Granada. Quise decirle que si la recogía al terminar el turno para tomar unas
pintas pero me dio vergüenza. Un personaje de Welsh lo hubiera hecho.
Olvidé mirar donde estaba el estadio (Easter Road, era fácil de recordar) y
pensé encontrarlo fácil por allí. Anduve un buen rato, llegué a The Shore, vi el
océano estático con su brillo metálico, fundido con la niebla. Ni rastro del
campo. Decidí abandonar el barrio, sin camiseta y sin estadio, para visitar
Holyrood Park. Miré el manoseado mapa, imposible de doblar y mordido por los
bordes. Lochend Road parecía el camino más corto.
Los Hibs visten de verde y blanco. Casi como el
Córdoba, pensé. Es absurdo tener antes una camiseta del Hibernian que la de mi
propio equipo. Mi vida y su guión escrito por monos como en un capítulo de Los
Simpsons. La lluvia frenó un poco y me dio tregua para bajar hasta Arthur´s
Seat. Los Hearts
visten con el color de la mermelada de fresa. Por eso les llaman
jambos. En las novelas de Welsh todos odian a todos. Pero lo de los
Hearts es patológico. George Best jugó en el Hibernian, no creo
que sea casualidad. Bajaba por Lochend dejando atrás casas idénticas y sin vida.
Miraba a todos lados como un turista. Como lo que era. Como un japonés en el
Prado. Y allí estaba, a la derecha, el estadio tan feo y cuadrado como podía
esperarse. Me acerqué tímidamente. No creo en los templos. Pensé en un
Arcángel escocés por los senyera del Barça. No pateaba ningún balón. Sólo estaba allí, en medio
del jardín de su casa. A lo mejor nunca había ido al estadio que estaba a diez
minutos andando de su calle. No creo que Messi pise alguna vez ese césped. De
lejos parecía uno de esos campos abandonados donde salen jaramagos en el círculo
central y flores amarillas bajo los palos. Donde la naturaleza vence al cemento.
Con pintadas y yonquis forzando la puerta de las taquillas para chutarse. No sé
como Welsh no pensó en eso.
colores. Allí a lo lejos. Con el cielo
más gris y los niños más rubios. Volví a Lochend, después a Marionville, y me
fui alejando de todo aquello. Vi a un niño escocés con la camiseta de la
A la tarde quedé con un amigo. Trabaja en Ryanair. Le pregunto por el fútbol.
Él es de Sevilla y bético. Estamos en una ciudad donde juega un equipo que va de
verde y blanco dos chicos cuyos equipos son verde y blanco y blanco y verde.
Pedimos dos pintas de Tennent’s y el dorado acabó con la estupidez cromática.
Nunca ha ido al fútbol en Edimburgo. Ya lleva allí un año. Le pilla lejos, vive
cerca del aeropuerto, en Corstorphine. Tampoco se muestra muy entusiasmado.
“¿Dónde puedo comprar una camiseta de los Hibs?”, le pregunto. “Es más fácil
encontrar una escocesa guapa que una camiseta del Hibernian en esta ciudad”. Nos
reímos y paso al plan B: tendré que comprarme una camiseta del Córdoba
cuando vuelva a España.
http://www.diariosdefutbol.com/2013/10/05/welsh-leith-y-los-hibs/
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