jueves, 9 de febrero de 2012

BLAS DE LEZO, UN HÉROE OLVIDADO




por Javier Silvela


En Londres hay una calle, llamada Portobello Road, que pocos
turistas dejan de visitar. Allí, durante toda la semana pero
especialmente los sábados, hay infinidad de puestos donde se puede
comprar desde ropa de segunda mano, hasta antigüedades, joyas y
artículos de fiesta. Esa calle toma su nombre del saqueo y destrucción
de Portobelo (en el actual Panamá) a manos de la escuadra del
almirante Vernon, en 1739. En cambio, no hay ninguna vía pública en
Madrid que conmemore la humillante derrota que sufrió ese mismo
almirante, dos años más tarde y al frente de una de las mayores
armadas que jamás hayan surcado los mares, ante los muros de
Cartagena de Indias.
Al frente de las defensas de la ciudad, y las
desproporcionadamente escasas fuerzas que la guardaban, se
encontraba un marino de leyenda, el guipuzcoano Blas de Lezo y
Olavarrieta (1689-1741). Ya por entonces, había perdido una pierna y
un ojo y tenía un brazo inutilizado (era conocido, tanto por sus hombres
como por sus adversarios, como “Patapalo” o “Mediohombre”, lo cual, al
parecer, no acababa de gustarle), y lucía un currículo impresionante: en
1710, al mando de una simple fragata, había rendido a once buques
ingleses, entre ellos el poderoso Stanhope, orgullo de la Royal Navy; en
1730 había conseguido, bajo amenaza de bombardeo, que la República
de Génova devolviera a España dos millones de pesos de los que se
había apropiado indebidamente; había participado en la conquista de
Orán, aniquilando a las escuadras berberiscas y arrasando a sangre y
fuego sus bases; y había limpiado de corsarios las costas de los actuales
Perú y Chile. Pero, en marzo de 1741, cuando la selva flotante de
Vernon fondeó delante de las islas que protegían la bahía de Cartagena,
de poco parecían valer el prestigio y la aureola del almirante Patapalo.
El conflicto entre ambas potencias había tenido, dos años atrás,
un pretexto más bien absurdo. Un contrabandista inglés, de nombre
Jenkins, había perdido una oreja tras ser arrestado por un
guardacostas, cuyo capitán había amenazado con hacer lo mismo a
Jorge II como osara aproximarse por esas aguas. Y la opinión pública
británica, convenientemente espoleada por la prensa, había empujado
al gobierno de Walpole a declarar la guerra a España. Y a Vernon,
convertido en un héroe nacional tras su éxito en Portobelo, se le había
encomendado la misión de dar un golpe de muerte al dominio español
en América.
Ciento ochenta y seis barcos, entre navíos, fragatas, brulotes y
embarcaciones de transporte. Sesenta más de los que formaban la
Armada Invencible de Felipe II. Dos mil cañones. Casi treinta mil
combatientes: soldados, marinos, esclavos negros armados con
machetes, y reclutas de Virginia comandados por Lawrence Washington,
hermano del futuro presidente de Estados Unidos. Frente a ellos, tres
mil soldados y milicianos, seiscientos indios flecheros y la dotación de
los seis únicos buques que defienden la ciudad. El almirante Vernon,
envalentonado, manda un desafío a Blas de Lezo, al que este da esta
respuesta: «Si hubiera estado yo en Portobelo, no hubiera su Merced
insultado impunemente las plazas del Rey mi Señor, porque el ánimo que
faltó a los de Portobelo me hubiera sobrado para contener su cobardía».
Pronto los hechos demostrarán que no es una bravata.
Y da comienzo la batalla. Tras el desembarco de una avanzadilla,
la escuadra inglesa cañonea, durante dieciséis días ininterrumpidos, el
castillo de San Luis de Bocachica. La guarnición es escasa, tan sólo
quinientos hombre comandados por el coronel des Naux. Blas de Lezo
intenta socorrerlos con los cañones de cuatro barcos, pero el infierno de
pólvora y plomo que Vernon desencadena sobre la fortaleza hace que los
defensores finalmente tengan que retroceder.
Los españoles hunden sus seis veleros, buscando bloquear los
dos canales, Bocagrande y Bocachica, que dan entrada a la bahía de
Cartagena, pero lo único que consiguen es retrasar el avance inglés. Los
invasores desembarcan la totalidad de sus efectivos, y la nave almirante
entra en la bahía con las velas desplegadas. Sólo queda resistencia en el
castillo de San Felipe, y no parece que vaya a servir de mucho. Vernon,
seguro de su victoria, manda un correo a Inglaterra anunciándola. En
Londres llegarán a acuñar monedas conmemorativas, con de Lezo
(milagrosamente entero) hincando la rodilla ante el almirante inglés.
Pero, aún sediento, cansado y malherido, al oso todavía le quedan
fuerzas para desventrar a quien intente vender su piel. Al furioso
bormbardeo que ahora arrecia sobre San Felipe, Patapalo opone una
tenaz resistencia, aderezada con unos toques de genio: un foso en torno
al castillo que ha hecho excavar, y que hace que las escalas de los
asaltantes no alcancen las almenas; una trinchera en zig-zag, también
fruto de sus órdenes, que evita que los cañones enemigos se puedan
acercar; y dos supuestos desertores, que suministran informaciones
falsas a los confiados atacantes.
Y, cuando finalmente llega la embestida, los ingleses caen en la
trampa: su avance se frena en seco ante los muros del castillo, y no
pueden hacer otra cosa que mirar con cara de pasmo mientras son
acribillados. Y, tras una noche dantesca, al alba observan atónitos
cómo los escasos defensores, lejos de mostrar un solo signo de debilidad,
incluso se atreven a cargar contra ellos. La visión de las bayonetas y los
gritos de furor que las acompañan son demasiado para las ayer
orgullosas huestes de Vernon, que huyen despavoridas, dejando atrás
un sinnúmero de muertos, heridos y prisioneros.
El almirante inglés, incapaz de reaccionar ante una derrota con la
que no contaba, mantiene a su escuadra inútilmente cañoneando la
ciudad, durante treinta largos días. Pero, a la mortandad provocada por
el enemigo se unen ahora la peste y el escorbuto. Pronto la bahía se
puebla de cadáveres flotantes, hasta el punto de que los ingleses se
verán obligados a incendiar cinco barcos por falta de tripulación.
Finalmente, Vernon tiene que ordenar la retirada, y lo que queda
de su invencible armada vuelve a sus bases de Jamaica. Jorge II, fuera
de sí por la ira, ordenará que no se mencione la catástrofe en los anales,
y los historiadores ingleses lo secundarán como un solo hombre. Y los
españoles poco harán para remediarlo.
Poco después de salvar a un imperio, fallece Blas de Lezo en un
hospital de Cartagena, víctima de una enfermedad contraída durante su
hazaña. Pasa sus últimos días prácticamente solo, y pocos acuden a su
sepelio, por miedo a las represalias del virrey Eslava, con quien
Patapalo había tenido gran cantidad de desavenencias durante el asedio.
Es enterrado en una tumba anónima, cuya localización pronto pasará
a ser un misterio.
Y el olvido con el que España castiga a sus héroes hará que, más
de doscientos cincuenta años más tarde, en Madrid no haya ninguna
calle ni plaza que honre a este gran marino. Aunque, afortunadamente,
iniciativas como la recogida de firmas promovida por la página “La
guarida de Goyix” (http://www.elguaridadegoyix.com), tal vez algún día
consigan que se le rinda el homenaje que merece.
En estos tiempos en que habla tanto de la memoria histórica, no
estaría de más recordar a este “mediohombre” que tanto hizo por
nuestro ingrato país.

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