Infame y vergonzoso partido del Real Zaragoza ante un buen Espanyol que le goleó sin despeinarse. El equipo vuelve a ser colista.
Sencillamente vergonzoso. Así resultó, para quienes sienten el zaragocismo, el partido que el equipo blanquillo cuajó ayer en Barcelona. Los jugadores dejaron una imagen infame y mostraron demasiada indolencia en muchísimos pasajes del envite. Todo lo apreciado sobre el campo, además de dejar hundidos los ánimos de la generalidad, provocó un sentimiento de desasosiego, con una pizca de impotencia y otra de ira, que lleva a la afición de nuevo a preguntarse si no estaremos ante el peor equipo zaragocista de toda su larga historia.
Media hora le duró el Zaragoza al joven y descarado Espanyol. O quizá, hilando más fino, haya que decir que fueron solo 7 minutos. Porque, siendo verdad que el partido se terminó cuando los locales consumaron el 3-0 a poco de rebasar la media hora de juego, lo cierto es que el Real Zaragoza ya quedó aturdido y sin pegada alguna cuando Osvaldo hizo el primer tanto en la primera llegada al área de todo el partido.
Cuando más se esperaba la soñada reacción zaragocista en este nuevo infierno de temporada, apareció lo peor de lo peor de todo lo que va de curso. Se sabía que el Espanyol es la revelación de la Liga. Se había recordado hasta la saciedad que son quintos en la tabla y que aspiran a jugar en Europa por méritos propios de un proyecto basado en la cantera, la juventud y la identidad con un escudo y un sentimiento (¡qué envidia sana tan grande!). Se contaba con que este ofensivo Espanyol está intratable en su campo, donde solo el Barça le había podido meter mano. Todo eso se daba por prevenido. Y por eso se confiaba en dar continuidad al buen partido de lunes en el que los de Aguirre se cargaron las pilas de la moral de forma evidente al ganar a la Real. Y se tenía el cimiento real de observar cómo, en los últimos cuatro desplazamientos, el Zaragoza había puntuado consecutivamente.
Por eso el chasco de ayer en Barcelona fue mayúsculo. De repente, reapareció ese equipo esperpéntico que tantos dolores de corazón está causando al zaragocismo en los últimos cuatro años. Un equipo sin alma, sin sangre, sin fibra, sin vísceras.
No cabe hablar de fútbol en esta crónica simplemente porque los catorce hombres que vistieron ayer la indumentaria de este histórico y viejo club no jugaron nunca a fútbol. No hicieron una jugada. No dieron una a derechas. Ni atrás, ni en el medio, ni delante. Siniestro total como colectivo y suspenso individual en cada uno de los casos.
Los periquitos lo gozaron, sobre todo en el primer tiempo (por fortuna, tras el descanso no buscaron hacer más sangre y se dejaron llevar). El Zaragoza, como 'sparring', no tuvo ayer precio. Se las comió de todos los colores. Por los laterales, con Diogo y Paredes desbordados ante Callejón y Luis García. Por encima de los centrales, donde Lanzaro (al final Contini se libró del suplicio y se quedó en el banquillo) y Jarosik no taponaron ni un balón a sus espaldas. Desde la medular, donde Edmilson, Gabi y Ander Herrera fueron devorados por los Baena, Márquez (mientras estuvo) y Verdú. E, incluso, a través de las incorporaciones de los zagueros catalanes, a los que ni Lafita ni López perseguían por las bandas.
Y de atacar, mejor no hablamos. Nada por aquí, nada por allá. Como los magos de capa y chistera. Antes del intermedio, solo se pisó el área en el minuto 41 cuando Sinama empalmó altísimo un balón que debería haber tenido mejor márchamo. El Zaragoza no dio muestras de vida, no combinó tres pases seguidos jamás. Y eso que se benefició de dos lesiones tempraneras que desarmaron al Espanyol de sus dos hombres franquicia: Javi Márquez y Osvaldo. El primero, su cerebro, dejó el campo en el minuto 13 por una descomposición intestinal. Y el segundo, su goleador, lo hizo en el 28 tras romperse un aductor en una acción de ataque (para entonces, el argentino ya había legado el 1-0 a su equipo). Dio igual. Llegaron dos tantos más antes del intermedio, que pudieron ser varios más. En la segunda mitad, todo se hizo por inercia. Hasta el patrocinio de Pinter del cuarto gol. Una tremenda pesadilla.
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