EL REAL ZARAGOZA GANÓ SIN JUGAR a nada el partido más importante de su historia. No hubo fútbol, pero sí un espectáculo emocional indescriptible..
26/04/2011 ALFONSO Hernández
26/04/2011 ALFONSO Hernández
Qué quieren que les cuente que no sepan ustedes, penitentes, fieles y maltratados corazones zaragocistas. Por si acaso acudan a la sección de esquelas de este diario porque es posible que algún compañero que me aprecie --o que le obliguen a hacer su trabajo-- haya escrito un sentido obituario sobre mi vida, que se no sé si se marchitó anoche al acabar la última línea de esta última página. Espero seguir en pie, como el Real Zaragoza, porque no me quiero ir al otro mundo, por lo menos no antes de que este equipo esté sano y salvo, es decir un año más en Primera División. Con Agapito o sin él. Con un jeque en el palco o un esquimal de presidente. Siendo el club propiedad de algún descendiente de José María el Tempranillo o de John Davison Rockefeller. ¿Me volví loco? Pues sí. Cómo salir cuerdo de semejante experiencia, de 94 minutos dentro de una centrifugadora chiflada.
Me siento incapaz de redactar algo que tenga que ver con el fútbol, por lo menos sobre ese deporte que disputan once contra once, porque en La Romareda no se practicó nada que se le parezca entre dos equipos de cuna muy baja, uno de ellos, el Almería, perdido ya para la causa. Hubo ocasiones. postes y un gol en propia meta de esos por los que rezan los arruinados y venden su alma al diablo los miserables, pero no lo considero suficientes argumentos como para dedicarle tiempo ni espacio reflexivo. Titulen si les apetece Triunfo de oro y nos vamos a otro asunto.
Sentimientos
Lo que me sedujo de verdad fue el universo paralelo del encuentro, el de los sentimientos agolpados y atropellados en la grada y en el campo. La angustia, la agonía y el éxtasis del agotamiento sentimental. El viaje de ida y vuelta entra la vida y la muerte emocional, dentro de una locomotora que cambia de vía a cada segundo: de la salvación al descenso y viceversa, haciendo piruetas sobre una rueda en un puente a punto de derrumbarse hacia el acantilado de Segunda. Creo que asistimos al partido más importante en la historia del Real Zaragoza. Hasta que el próximo herede ese título, posiblemente contra el Osasuna.
Hasta el minuto cinco del partido juro que fui el de siempre, un profesional lo más distante posible del apasionamiento para contar las cosas como ocurren o lo parecen, para comentarlas con pulcra o miope mirada. A partir de ese instante, una segunda piel me cubrió hasta el último poro de la objetividad. Escuché a Gabi dentro de mi cabeza: "Con vosotros, la batalla está ganada", y me vi de repente enfundado en una camiseta del Real Zaragoza, en el epicentro de la hinchada, descompuesta el alma y apretado el pecho contra sí mismo.
No sé de qué esta hecho el seguidor de toda la vida o toda la muerte. Qué extraña llamada de la naturaleza le habla en su interior para soportar una temporada que, como la de este club, invita a una deserción comprensible y justificada y, sin embargo, le empuja a seguir adelante con el tambor y la bandera, sin recibir un solo rasguño. Esa materia cuya composición es imposible descifrar se apoderó anoche de todo en un partido literalmente de infarto. Que las ambulancias se fueran de vacío fue un milagro mayor que la victoria del conjunto de Javier Aguirre.
A medida que pasaba el tiempo --si es que realmente pasó y no sigue detenido en el viejo estadio con Da Silva sacando una y otra vez, al igual que Sísifo, el balón que se cuela-- los latidos se me pusieron a un ritmo sobrehumano. Si alguien me hubiese colocado en ese momento la mano en el pecho, hoy le llamarían manco por la calle. Recuerdo haber sufrido por un equipo y alguna lágrima se me escapó en mi tierna afición, pero no a estos niveles, posiblemente seducido por un Real Zaragoza cuyo único patrimonio deportivo e incluso económico es su corazón.
No harían mal en volver hacia atrás en las páginas del periódico, hasta donde encuentren la información sobre las defunciones, y buscar si el mío se detuvo anoche. Si lo hizo antes de acabar el encuentro, les ha escrito un fantasma. Si no es así, me alegro por mí mismo, pero les aseguro que al final del túnel vi una luz. Puede que fuera la que indica la salvación del Real Zaragoza.
Me siento incapaz de redactar algo que tenga que ver con el fútbol, por lo menos sobre ese deporte que disputan once contra once, porque en La Romareda no se practicó nada que se le parezca entre dos equipos de cuna muy baja, uno de ellos, el Almería, perdido ya para la causa. Hubo ocasiones. postes y un gol en propia meta de esos por los que rezan los arruinados y venden su alma al diablo los miserables, pero no lo considero suficientes argumentos como para dedicarle tiempo ni espacio reflexivo. Titulen si les apetece Triunfo de oro y nos vamos a otro asunto.
Sentimientos
Lo que me sedujo de verdad fue el universo paralelo del encuentro, el de los sentimientos agolpados y atropellados en la grada y en el campo. La angustia, la agonía y el éxtasis del agotamiento sentimental. El viaje de ida y vuelta entra la vida y la muerte emocional, dentro de una locomotora que cambia de vía a cada segundo: de la salvación al descenso y viceversa, haciendo piruetas sobre una rueda en un puente a punto de derrumbarse hacia el acantilado de Segunda. Creo que asistimos al partido más importante en la historia del Real Zaragoza. Hasta que el próximo herede ese título, posiblemente contra el Osasuna.
Hasta el minuto cinco del partido juro que fui el de siempre, un profesional lo más distante posible del apasionamiento para contar las cosas como ocurren o lo parecen, para comentarlas con pulcra o miope mirada. A partir de ese instante, una segunda piel me cubrió hasta el último poro de la objetividad. Escuché a Gabi dentro de mi cabeza: "Con vosotros, la batalla está ganada", y me vi de repente enfundado en una camiseta del Real Zaragoza, en el epicentro de la hinchada, descompuesta el alma y apretado el pecho contra sí mismo.
No sé de qué esta hecho el seguidor de toda la vida o toda la muerte. Qué extraña llamada de la naturaleza le habla en su interior para soportar una temporada que, como la de este club, invita a una deserción comprensible y justificada y, sin embargo, le empuja a seguir adelante con el tambor y la bandera, sin recibir un solo rasguño. Esa materia cuya composición es imposible descifrar se apoderó anoche de todo en un partido literalmente de infarto. Que las ambulancias se fueran de vacío fue un milagro mayor que la victoria del conjunto de Javier Aguirre.
A medida que pasaba el tiempo --si es que realmente pasó y no sigue detenido en el viejo estadio con Da Silva sacando una y otra vez, al igual que Sísifo, el balón que se cuela-- los latidos se me pusieron a un ritmo sobrehumano. Si alguien me hubiese colocado en ese momento la mano en el pecho, hoy le llamarían manco por la calle. Recuerdo haber sufrido por un equipo y alguna lágrima se me escapó en mi tierna afición, pero no a estos niveles, posiblemente seducido por un Real Zaragoza cuyo único patrimonio deportivo e incluso económico es su corazón.
No harían mal en volver hacia atrás en las páginas del periódico, hasta donde encuentren la información sobre las defunciones, y buscar si el mío se detuvo anoche. Si lo hizo antes de acabar el encuentro, les ha escrito un fantasma. Si no es así, me alegro por mí mismo, pero les aseguro que al final del túnel vi una luz. Puede que fuera la que indica la salvación del Real Zaragoza.
Un latido entre la vida y la muerte ( El Periódico de Aragón - 26/04/2011 )
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