Del agónico y valiosísimo triunfo contra el Mallorca han quedado los tres puntos, vitales, imprescindibles o cualquier adjetivo de ese alcance o similar, la consiguiente primera victoria de la temporada, el acercamiento a la zona de salvación, el requiebro a un destino macabro que tenía muy mal color a diez minutos de que concluyera el partido y la constatación de que salvo que algún fichaje de peso en el mercado de invierno lo remedie y ponga más quilates de fútbol y gol sobre el césped, el futuro del Zaragoza estará en manos de la furia de sus jugadores, de su actitud, de su espíritu colectivo, de su fe, de su empeño por llevar el barco a buen puerto, de su capacidad de esfuerzo y sacrificio, de los kilómetros que corran, de su rabia sobre el campo y del corazón que pongan en cada partido.
A falta de más pedigrí futbolístico y de más calidad y talento, que en caso de existir ya habrían permitido otro tipo de juego y otras expectativas, el espectáculo en La Romareda es ver cómo los jugadores se dejan la piel, luchan por querer aunque muchas veces parezca que no pueden, corren como maratonianos y exprimen hasta la última gota de su sudor por tratar de que el Real Zaragoza gane y salve el pellejo.
La belleza de lo que ocurre ya no está en lo estético ni en un fútbol atractivo, que es la excepción, aquí y en casi todos los sitios. La belleza está en ver cómo once jugadores empapan una camiseta, combaten por un escudo y se desfondan por él. La victoria frente al Mallorca fue extremadamente emotiva por su desenlace, porque la terrible incertidumbre de los últimos minutos encogió el corazón del zaragocismo en un puño, porque la situación era propicia para un ataque de nervios, porque el equipo estaba jugando a la ruleta rusa con muchas balas en el cargador y cuatro miserables puntos en el casillero y, porque aun así, salió airoso. Por eso, no por el juego, que fue parecido al de siempre, el triunfo fue tan hermoso y provocó una explosión de alegría tan grande.
La Romareda lo disfrutó intensamente porque hacía meses que no probaba el sabor de la victoria y porque reconoce al instante ese otro tipo de fútbol: el de la pelea, el brío y el empuje hasta el último segundo aunque sea a trompicones. Ese otro fútbol, al que el equipo se agarró como a un hilo de vida el domingo y al que tendrá que seguir amarrado con todas sus fuerzas si pretende huir de donde todavía está, no enamora pero conecta directamente el corazón de la afición con el del futbolista, potencia el sentimiento de pertenencia a unos colores, fortalece la identificación entre la grada y el césped y, quizá, quién sabe, genere un nuevo estado de ánimo que mejore el rendimiento y los resultados, a pesar de que las razones futbolísticas para creer en ello todavía no sean muchas aunque el corazón te siga diciendo que sí, que las hay.
El nuevo espectáculo: ver cómo los jugadores se dejan la piel ( El Periódico de Aragón - 09/11/2010 )as hay.
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