extraido de http://antoncastro.blogia.com/
PERICO FERNÁNDEZ: TREINTA AÑOS DE GLORIA
Hace treinta años, o quizá más, en aquellas madrugadas de lluvia, me levantaba para ver con mi padre los combates de boxeo. Las luces de los vecinos se encendían casi a la vez. Sólo las mujeres dormían. El primero que recuerdo fue uno de Tommasso Galli contra Ben Alí. Y luego ya vinieron los de Cassius Clay, que era mi héroe cansado hasta aquel prodigioso molinete de golpes que asestó a George Foreman en 1974; los de Pedro Carrasco, que peleó como un jabato en tres ocasiones contra Mando Ramos y perdió su sonrisa de “marinero de los puños de oro”, y por supuesto los de José Legra, “El puma de Baracoa”, que me fascinaba cuando apuraba la secuencia vertiginosa del uno-dos, uno-dos, uno-dos...
Más tarde, empecé a ver a otros púgiles como José Manuel Ibar “Urtain” –vi sus peleas increíbles ante Peter Weiland, las dos carnicerías brutales con Jürgen Blin y la paliza impresionante que le propinó el zurdo británico Henry Cooper, el único hombre que había enviado al tapiz a Cassius Clay en sus mejores días antes de recibir un huracán de golpes de venganza-. Por recordar, recuerdo aquella pelea del sordomudo José Hernández contra el campeón italino Carmelo Bossi en Barcelona; el púgil había pedido que la gente le animase sacando los pañuelos; perdió a los puntos. No la vi en la tele, la seguí por la radio con el corazón en vilo, igual que le había sucedido al niño Julio Cortázar y su madre cuando siguieron por las ondas la batalla de Firpo y Dempsey.
Y por aquellos días, de la nada (no de la nada, del hospicio) pero como un meteoro, apareció un jovenzuelo que tenía una maza en sus manos: Pedro Fernández, Perico Fernández, nacido en Zaragoza 1952. Recuerdo el combate por el título europeo con Tony Ortiz, al que había visto pelear muchas veces con su estilo desordenado y furioso, con un bravío corazón de toro. Nadie apostaba en serio por aquel Pedro Fernández, que enviaba a dormir a sus rivales con una rapidez deslumbrante. En junio de 1974 se escenificó el nuevo fratricidio –antes habíamos visto pelear a Folledo y Galiana, a Carrasco y Velázquez...-, y a los puntos parecía ganar un desbocado Ortiz, pero cuando la pelea acariciaba su final, el aragonés colocó una de sus temibles manos y envío a la lona al calvo y gladiador boxeador.
Y de ahí a Roma, ante Lion Furuyama. El título se había quedado vacante por la fuga de Bruno Arcari a un peso superior –en aquellos días reinaban muchos italianos en Europa: Arcari, Nino Benvenutti, Carmelo Bossi, el ya citado Galli-, y Perico tuvo su oportunidad. Fue una pelea heroica, terrible. Furuyama atacó sin cesar y Perico golpeó a la contra, con una costilla rota. En el séptimo u octavo asalto le estampó una mano en el mentón y el japonés se quedó turulato, a punto de desplomarse, con el pundonor quebrado. Como si soñara despierto. Ese golpe y algún otro de impacto estratégico le permitieron a Perico culminar un gran sueño. Quizá fuese un match nulo, pero el jurado valoró más la precisión y el punteo brutal de Perico que la combatividad de Furuyama, que jamás se resarció de esa derrota. Perico Fernández se coronaba campeón del mundo tal día como hoy hace 30 años.
Poco después, en abril de 1975 vimos todos el mejor combate de Perico Fernández ante Joao Enrique, que era un estilista formidable, un púgil de escuela, un caballero sobrado de palmarés. Perico le boxeó de tú, sin marrullerías, sin emular al peor Clay, a aquel que hacía un boxeo tan trabado y complejo, y fue hacia delante, mandando. Gobernó tan bien la lucha que le cogió de lleno y lo mandó a dormir. El elegante Henrique se trastabilló y de desplomó como un cristal que se descompone en músculos, en extremedidades, en dolor...
Luego ya vino aquello de “la puta calor” ante Muangsurin (que nos hizo llorar: así éramos de sentimentales con nuestros dioses), el paulatino descenso hacia las tinieblas y la búsqueda de su lugar en el mundo. Perico tenía una facilidad increíble, un golpe demoledor que parecía dulce, una intuición animal superior a su inteligencia. Ha hecho muchas cosas, ha sido objeto de dos libros [ayer vino Javier Lafuente para que le dejase los dos libros que tengo de Perico: el de Alberto Maestro, y el de Mariano Gistaín y José Antonio Ciria, que publicó “El día”. Hoy Javier le dedica tres páginas a Perico en “Equipo” (estuve ahí tres años deliciosos) y Alejandro Lucea lo entrevista en “Heraldo”. Siento nostalgia de no escribir ya en deportes; durante estos 17 años de vida en los periódicos ha sido una de las razones que me han impulsado a ir a la redacción], se dedica a pintar, ha sido objeto de un disco de Enrique Bunbury, “Flamingo’s”, el que más me gusta de los suyos, que ya es decir, y sigue ahí, viviendo a tumbos, con tres hijos que se llaman Pedro, con treinta años de gloria a sus espaldas. Todo un personaje, toda una leyenda, un fragmento de memoria que nos enfrenta a nuestros sueños de adolescencia.
Querría contar una anécdota final. Hace algunos años tuve que buscar una nueva casa. Me echaban de Toledo 20, y fui a ver una a un barrio. No sé si era La Bozada. Conservaba aún algunas fotos del púgil y el rastro blanco de una gran cabeza de toro en la pared. Me dijeron: “Aquí ha vivido hasta hace unos meses Perico Fernández. Dos veces campeón del mundo de boxeo”. Nada menos.
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